
Esperanza siempre tenia la despensa llena. Era como un salvoconducto a la abundancia en esta tierra en la que habitamos. En esta tierra que habitamos, sentirse pobre es ir al banco y ver la vacuidad de los números rojos de la cuenta de ahorros. Luego llegan las fuerzas gravitatorias de los agujeros negros que te arrastran a la más abismal de las depresiones. Pero el banco le quedaba lejos. A Esperanza lo que le preocupaba era su despensa.
Los sacos en los que le gustaba guardar las alubias y lentejas colgaban
a ambos lados como medias tejidas a mano. A veces se quedaba allí absorta durante quince o veinte minutos acariciándolos. Las sentía bien apretadas por fuera pero sus dedos de deslizaban hacia dentro si presionaba un poco. Este curioso trance se detenía de pronto y Esperanza volvía a hacer sus cosas como si nada.
Aún faltaban por llegar los anaranjados de Agosto. Esperanza recordaba el matiz de los brillos de su piel vista desde cerca. Recordaba abrazar sus piernas y observar las ondulaciones de sus rodillas y sentir el sabor de la sal si estiraba un poco la lengua. Hasta entre los dedos de sus diminutos pies la piel estaba bronceada. Cuando se desdibujan los límites y las huellas de la ropa, es como perder el sentimiento de desnudez.
La luz del atardecer se estaba haciendo más cálida según el mes iba avanzando. Las lunas llenas provocaban las mareas más voluptuosas del año. En sus idas y venidas arrastraban mar adentro la arena. El mar se volvía profundo en sus orillas y cuando se contenía en el cambio de mareas, levantaba furiosas olas llenándolo todo de espuma.
En aquellas noches de Julio, los sueños de Esperanza eran más reales y llenos de significado que su vida real. Al despertar no recordaba nunca nada, pero el perfume de sus sueños la acompañaba allá donde iba.